Los colores se introdujeron por cada poro de mi cuerpo y el frío fue llegando a mi universo. Lentamente abrí los ojos y como por arte de magia la luz inundó la vida y todo se veía más brillante, hermoso, radiante como un campo infinito de flores delicadas de vidrio.
Al fondo, el atardecer enmarcado por el oscuro contorno de los altos arboles y los mundanos edificios repletos de gente amontonada que no siente ni una milésima de todo lo que feliz que estoy yo ahora contemplando una maravillosa gata refinada y orgullosa que analiza las partículas de polvo que brillan en un pequeño rayo de sol que atraviesa la ventana, la pieza y sale bailando por la gran puerta blanca que nos separa del mundo real.
Absorta en mis abstractas ideas, diviso a lo lejos al mino que me gusta y me hundo en su iris y nado entre las peculiares manchas oscuras que este posee, mientras me imagino lo que pensará Dios cuando pinta los ojos de cada uno de nosotros, preocupándose de hacer un diseño único, permanente y revelador.
Mucho más lejos de ahora, los colores seguían bulliendo en mi interior, tiñendo de infinitos sonidos cada célula de mi humanidad. Comenzaron a invadirlo todo, haciendo que cada elemento existente en esta dimensión comenzara a palpitar con vida propia, entregando sensaciones que no vas a entender porque nadie más que yo puede asimilar las cosas bajo mi criterio de conceptos y paleta de colores.
Cuando al final creís que ya no puede seguir atontándote de fascinación, tu visión parece abrazar el mundo, permitiéndote admirar cada detalle con una presición abrumadora que termina por perturbate y hacerte parpadear por primera vez en lo que parecieron millones de años luz y en realidad fue un segundo que, al volver a abrir los ojos, comienza a reocurrir dentro de la montaña rusa de conexiones eléctricas de tu universo.