Julio Verne consumía LSD.
Era un día particularmente caluroso. Josefina ya no daba más de aburrimiento en esa clase de biología. En la sala reinaba el silencio; sólo se escuchaba la monótona y poco motivante voz de la profe.
Afuera, al otro lado de la ventana, cantaban felices los pajaritos, una nana paseaba tranquila a una guagua en su coche y probablemente todos en sus casas se preparaban para almorzar. Adentro, los 31 alumnos dormitaban invadidos por un sopor insoportable. Aun les quedaban 45 minutos para la hora de almuerzo y apostaría la vida a que cada uno de ellos sentía un vacío profundo en el estómago. Y Josefina se aburría como nunca. Hacía tanto calor, que al apoyar la espalda en la silla, podía sentir como se le pegaba la polera a
De pronto se dio cuenta que por fin había llegado ese momento que tanto anhelaba: la voz de la profe se volvió inaudible, sólo veía que su boca se abría y cerraba sin cesar. De la garganta comenzó a brotarle un arco iris del cual chorreaban infinitos colores y matices. Oh, si; el momento de
Josefina sacó de su bolsillo unos lentes espaciales y emprendió el turbulento viaje hacia el centro de la tierra.
Utilizó el continuo arco iris que aun salía de la boca de la profe a modo de puente entre la sala de biología y su maravilloso mundo interior.
En cuanto pisó el arco iris, comenzó a girar todo en un torbellino de flores, colores y escarcha. De pronto, todo se quedó quieto y junto a ella estaba Elvis con sus zapatos de gamuza azul cantando el rock de la prisión.
Eso era lo que ella quería; estar lo más lejos posible de las teorías del ADN y los organelos celulares.
Estaba en un mundo en el que las leyes de la física no existen. Ni el mismo Julio Verne hubiera podido imaginar algo tan espectacular.
Allá, a lo lejos, se veía el arco iris.
Se tendió en el pasto y elevó los pies. Y así, con su cabeza en la tierra y los pies en el aire, comenzó a divagar.
Qué sensación más deliciosa. Estar fuera del mundo era lo mejor. El cielo rosado nunca había sido tan hermoso, el pasto verdísimo y las nubes de algodón, y los conejos de gomita que saltaban por ahí. Incluso estaba Newton, sentado bajo un árbol, vestido de Gene Simons, comiéndose una manzana confitada. Y ella ahí, tan feliz, tan en paz con el mundo. De fondo se oía una melodía que transportaba a los años 60. Quizás era The Doors, o Janis Joplin. El punto es que sonaba a LSD. Si, su mundo de LSD.
En sus divagaciones, llegó a la conclusión de que algún día cerraría todos sus sentidos, se doblaría sobre si misma y quedaría inmersa en su mundo de artes visuales, azúcar y filosofía. Sería como Marie Antoinette en su Petit Trianon, jugando con corderos que comen flores, carreteando hasta el amanecer por el mero gusto de ver el alba, escuchando buena música y haciendo sólo lo que ella quisiera.
Por mientras, trataría de entender lo que decía la profe para poder sacar buenas notas, dar una buena prueba de selección universitaria, entrar a una universidad privada, tener mucha plata, un pent house al estilo Sex & The City, un trabajo estable, una familia preciosa y no influir en la vida de nadie, ni viceversa. Y así, en su tiempo libre, escribir novelas como Julio Verne, pero esta vez el viaje sería sólo una metáfora.
Josefina Styles.
Junio 9. 2009.
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